Hoy celebramos a Santa María de la Rosa, quien descubrió su vocación trabajando en una fábrica. Cada 15 de diciembre la Iglesia celebra a Santa María Crucificada de la Rosa (1813-, conocida también como Santa María de Rosa, religiosa italiana, fundadora de la Congregación de las Siervas de la Caridad.
Hija de un empresario y una condesa
Paola Francesca Di Rosa -por su nombre secular- nació en Brescia (Italia) el 6 de noviembre de 1813. Posteriormente, al hacerse religiosa, adoptaría el nombre de “Maria Crocifissa Di Rosa” (María Crucificada de la Rosa) y se convertiría en enfermera.
Su padre, don Clemente Di Rosa, fue un rico industrial, poseedor de una gran hilandería; su madre, Camilla Albani, era parte de la prestigiosa familia Albani, razón por la que ostentaba el título de condesa.
Un torrente de gracia y santidad en una fábrica
Durante su primera infancia, María fue educada por las Hermanas de la Visitación, quienes poseían un convento y una escuela en la ciudad. Lamentablemente, dejó la escuela tras la muerte de su madre en 1824. Con solo 11 años, María empezó a trabajar en la hilandería de la familia. Allí pudo conocer las duras condiciones en las que trabajaban muchas mujeres, algo que la marcaría para siempre. Años después diría: “Yo sufro viendo el sufrimiento de otros”.
Al cumplir los 17 años, María de la Rosa decidió consagrar su vida a Dios a través del servicio a los más necesitados. Por eso, animada por su fe y amor al prójimo, organizó a las trabajadoras de la hilandería con el propósito de generar vínculos de apoyo y ayuda solidaria entre sus familias. Esto fue visto con beneplácito por su padre, quien la alentó a perseverar en ese camino. Luego, por su capacidad de liderazgo y responsabilidad, don Clemente le entregaría la administración total de la hilandería. La joven acababa de cumplir los 19 años.
Solidaria con las mujeres que trabajan, atenta al llamado de Dios
María, sobre la base del grupo de ese grupo organizado de mujeres, formó una asociación religiosa en la que las trabajadoras podían profundizar y enriquecer su fe católica. Mientras tanto, alimentaba su vida espiritual participando activamente en su parroquia: organizaba retiros espirituales y obras de misión en las partes alejadas de Brescia, poniendo, como ya era habitual, su mayor atención en las mujeres abandonadas.
En 1836, la ciudad de Brescia sufrió el embate de la peste del cólera. Mucha gente murió aquel año y fueron muchísimos los niños que quedaron huérfanos. Para paliar en algo tal situación, el municipio organizó unos talleres en los que los niños podían estudiar y, al mismo tiempo, aprender algún oficio para su sustento. El alcalde le encargó a María de la Rosa el cuidado de las niñas, nombrándola directora de los talleres. A pesar de sus cortos 24 años, la joven hizo un trabajo notable y se ganó la estima y confianza de los habitantes de la ciudad.
María de la Rosa trabajó en aquel proyecto con gran dedicación durante dos años, hasta que pensó que sería mejor brindar una formación más completa y permanente. Entonces, por cuenta propia, abrió un internado para niñas en estado de abandono -fundamentalmente huérfanas y niñas muy pobres-, obra que crecería hasta convertirse en un sólido centro de formación y educación católica.
La Congregación de las Siervas de la Caridad: niñas abandonadas
María, fortalecida y animada por la gracia de Dios, no tardaría mucho en dar el siguiente gran paso: abriría otro instituto, esta vez, para niñas sordomudas.
En 1840, tocada por el Espíritu Santo, Santa María de la Rosa se embarcó en el que sería el proyecto más ambicioso de su vida: la fundación de una comunidad religiosa femenina dedicada a la atención de los enfermos en los hospitales. La nueva Orden llevaría el nombre de Congregación de las Siervas de la Caridad. El grupo inicial estuvo compuesto por cuatro jóvenes, pero tres meses después aumentaron a 32. Sor María de la Rosa fue nombrada por unanimidad superiora de la naciente comunidad.
La etapa final de la vida de María Crucificada de la Rosa estuvo dedicada a fortalecer la Orden y obtener el reconocimiento eclesiástico necesario, lo que no significó que dejara su labor como enfermera. En 1850, la Santa Sede, por voluntad expresa del Papa Pío IX, otorgó la aprobación de su congregación.
Unos años más tarde, Santa María de la Rosa moriría en olor de santidad, el 15 de diciembre de 1855, a los 44 años. Su proceso de canonización se inició durante el pontificado de San Pío X en 1913. El Papa Pio XII la beatificó el 26 de mayo de 1940 y él mismo la canonizó el 12 de junio de 1954 en la Basílica de San Pedro, Ciudad del Vaticano.